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Introducción
Los años dedicados a la práctica de la mediación en diversos contextos y, fundamentalmente, las exigencias enfrentadas en la formación de mediadores en diferentes países (nada mejor que enseñar para aprender) me llevaron a reconocer la necesidad de construir un marco teórico referencial que sustentase la mediación, su filosofía y práctica, y que marcase principios básicos que permitiesen diferenciarla de la conciliación y de todo un abanico de prácticas extendidas por el mundo bajo el nombre de mediación sin respeto a su base científica, filosófica, ética y profesional.
En gran parte de la bibliografía existente sobre mediación se encuentra una profusión de experiencias y hasta de indicaciones técnicas, pero una gran falta de conceptos teóricos y científicos que sustenten tal práctica, fundamentalmente en lo social, función fundamental de la mediación si realmente deseamos que ella actúe en el cambio de la cultura y en la transformación de la sociedad.
En mi trabajo con adolescentes, necesariamente tuve que profundizar en esos aspectos sociológicos de la mediación, al ser la adolescencia una etapa psicosocial del desarrollo de los seres humanos (Vezzulla, 2005).
A partir de ese trabajo confirmé que la mayor riqueza que podía ofrecernos la mediación debía ser analizada desde la contribución de diferentes ciencias en un entrecruzamiento o enlace que nos permitiese construir una visión más amplia y sólida, no solamente de la teoría sino, y especialmente, de su práctica.
Infelizmente, se observa en buena parte del mundo una acomodación de los mediadores, que modifican su práctica para adaptarla a las exigencias de los usos y costumbres tradicionales, llevando a que la mediación pierda precisamente su riqueza, su innovación y su trascendencia social.
Frente a esta situación, no queda otra opción que exigirnos un rigor científico que nos obligue a verificar permanentemente nuestra práctica para evitar desvíos, fundamentalmente, para planear una acción según los objetivos a ser alcanzados, y, finalmente, explicar los resultados obtenidos.
Tres situaciones me llevaron a intentar conceptualizar el uso de la mediación, ya no solamente para prevenir o resolver conflictos, sino para atender las necesidades de diferentes comunidades:
Resultaba entonces fundamental analizar cuáles eran los componentes de la mediación que les permitirían alcanzar esos objetivos.
Ejes teóricos
Varios son los ejes teóricos a partir de lo cuales se construyó este trabajo: los conceptos sobre sociología crítica de Boaventura de Sousa Santos (2001), fundamentalmente los parámetros por él establecidos para analizar el tipo de derecho de aplicación en una sociedad, diferenciando el derecho regulador del derecho emancipador, según sirva para mantener controlada una sociedad o sirva como apertura para el ejercicio de nuevos derechos.
También de este autor tomamos la diferenciación que hace según la forma en que puede ser encarada la capacitación de una sociedad, a partir de la imposición de una ideología, de un dogmatismo, de una “verdad” por medio de la capacitación imposición (propia del colonialismo) o la capacitación emancipadora, que contribuye para el desarrollo de nuevas habilidades a partir del respeto de una cultura y de una organización social que los identifica.
De Antonio Gramsci (1999-2002) utilizamos sus reflexiones sobre hegemonía, como la expresión del pensamiento de la sociedad civil y su función de abrir o cerrar espacios -moral o económico- a los derechos y a las necesidades de la población.
De David Held (1997) su concepto de autonomía igual en la propuesta de una política que genere la posibilidad de una ciudadanía libre e igual.
Partimos de esos conceptos para entender el alcance social de la base operacional de la mediación de conflictos: la autocomposición que, consideramos, apunta a la acción emancipadora por excelencia, pues el centro del trabajo en la mediación es facilitar el pasaje de la dependencia a la emancipación.
Para eso, partiendo de la definición base de la mediación de conflictos -que dice que es el procedimiento por el cual las personas en conflicto pueden alcanzar una solución por medio de la autocomposición– concluimos que, al permitir un tratamiento igualitario a todos los ciudadanos, sin exclusiones, trabajando en la capacitación de las personas (Con capacitación nos referimos a la tarea de promover el desarrollo de las habilidades de una persona sin imposiciones ideológicas, respetando su identidad psico-social.) para que puedan abordar, comprender y resolver sus problemas, la mediación puede revertir la acción reguladora del derecho recuperando su función de derecho emancipador, “ … un derecho comprometido con la humanización de sus funciones en los conflictos, el Derecho de la mediación” (Warat, 2001).
Entonces, el desafío de la mediación en su diferenciación de los otros procedimientos autocompositivos de resolución de conflictos, estaría claramente delimitado en poder dar la libertad y favorecer el ejercicio de la ciudadanía, al permitir que el ciudadano pueda atender sus propios problemas y resolverlos, sin que eso se establezca como un ejercicio liberal más al servicio de la ideología hegemónica.
Encontramos en Gotheil (1996) los conceptos que nos permiten realizar el enlace con los otros autores al describir: 1) la repercusión del modelo de autodeterminación y; 2) el énfasis puesto en la responsabilidad necesaria para que la libertad en la resolución de los conflictos pueda tener la repercusión social deseada.
Esta responsabilidad, así como la modalidad especial del tratamiento de los conflictos deben ser asumidas por los ciudadanos. Por eso, la educación pasa por el necesario reconocimiento de los participantes de la propia capacidad para ejercer esa libertad con responsabilidad.
Después de siglos de dependencia, esta liberación debe ser alcanzada por la acción del mediador. En ese sentido, Gotheil (ídem) remarca que el proceso de la mediación significa generar un mayor sentido de “tener la capacidad para”, de “sentirse con permiso para”, así como capacitar a los individuos para generar relaciones sociales más próximas a la solidaridad y más alejadas del enfrentamiento.
Estos principios conducen el trabajo del mediador de cuestionar, de llevar a los participantes a descubrir en sí mismos las capacidades para que puedan ir en la búsqueda de lo que necesitan para decidir, ir al encuentro de información, saber escuchar al otro y a sí mismos sobre lo que desean, sobre la viabilidad y la realidad de estos deseos con la seguridad de que todo puede ser resuelto a satisfacción de todos.
En este sentido, Warat (2001) demuestra la eficacia de la mediación en la organización de los individuos según sus intereses comunes, permitiéndoles crear vínculos y estructuras comunitarias bien sólidas. La falta de unión promueve la explotación; por el contrario, la unión comunitaria conseguida con la mediación puede conseguir una mayor justicia social al llevar a los individuos a reconocer que no son adversarios entre sí.
Con las técnicas de la mediación pueden encontrarse esos puntos de coincidencia, de intereses comunes, que pueden auxiliar para alcanzar una unión que los fortalezca como grupo. Estas alianzas, continúa Warat, pueden auxiliar a los más débiles, no solamente para la unión, sino para el desarrollo de su capacidad de resolver por ellos mismos sus problemas.
Así, la mediación disminuye la dependencia de los organismos de poder más alejados y desarrolla la auto-ayuda en la formación de eficientes y eficaces estructuras comunitarias de base.
No considero necesario desarrollar aquí los conceptos propios de la mediación que complementan las teorías presentadas, por ser todos ellos muy bien conocidos por los lectores.
Los conceptos en juego en el trabajo con comunidades
Es habitual que la intervención en una comunidad con la intención de ayudarla a enfrentar y resolver sus problemas sea realizada por un líder, natural o creado, para conducirla a alcanzar los objetivos considerados convenientes por él, como representante del pensamiento hegemónico. Ese líder es considerado capaz de conducir ese proceso por tener el “conocimiento del qué y del cómo” que los habitantes de esa comunidad no poseen (capacitación imposición).
A veces, ese líder pertenece a un partido político y ejerce su trabajo con el fin proselitista de conseguir votos (acción clientelista) o es un ciudadano con buenas intenciones. También, por qué no aceptar la existencia conjunta de ambos perfiles.
Estos líderes se aproximan a la comunidad con el concepto de cómo ella debería ser (Vezzulla, 2005), casi como un arquitecto que al mirar una casa ve como finalmente debería quedar después de las reformas. Este proyecto o plano de construcción, que llamamos de un modelo de comunidad, sigue lo que Boaventura de Sousa Santos (2001) llama de imposición de un saber, y precisamente evita la toma de consciencia de sí y de la capacidad operativa, pues conduce al ciudadano a no pensar ni reflexionar sobre su realidad, si no a confiar en el líder y a continuar en la posición de dependencia.
Al mismo tiempo, se atiende al poder hegemónico que abre parcial y formalmente las puertas para que ante los ojos de los otros aparezca como consciente de las necesidades de la población, dando una aparente importancia y espacio a la comunidad (aspecto moral de la hegemonía) demostrando sensibilidad social, pero negando y calmando todo intento de cuestionamiento, de verdadera implementación de la emancipación que pudiese pretender una participación en el poder.
Esa aproximación con el objetivo de imponer un modelo precisa de un marco regulador que determine claramente lo que se debe y lo que no se puede hacer, un conjunto de normas que permita diferenciar a aquéllos que se someten de aquéllos que no lo respetan, lo que pone en funcionamiento el derecho regulador presentado por Boaventura de Sousa Santos (ídem) para denominar al conjunto de normas creado para imponer y para castigar, diferenciado del derecho emancipador, que está fundamentado en la necesidad de implementar, reconocer y apoyar los derechos de los ciudadanos.
Aquéllos que no cumplen con las normas son castigados, separados (a la manera de un chico expulsado de la clase por indisciplina) con el objetivo manifiesto de reeducarlos, o sea, de que acepten que la educación que tienen no es buena y que debe ser substituida por otra, la oficial, la reconocida, la versión hegemónica. Si aún así no “aprenden”, se continúa con el ciclo de imposición – castigo – separación y reeducación.
En síntesis, la aproximación a una comunidad por la forma en que esa comunidad debería ser está sustentada por una regulación que impone ese modelo y que castiga a aquéllos que no lo respetan, separándolos de la comunidad para reeducarlos.
Siguiendo a Boaventura (ídem), agregaremos que la tentativa de reeducación contiene en sí misma un componente de negación de la condición de sujeto del ciudadano, pues es considerado incapaz (discapacitado) y necesitado de ese conocimiento que solamente los iluminados poseen.
Trátase una vez más de la dominación, del pensamiento hegemónico que puede aceptar el complemento asistencial “quien tiene, da a quien no tiene” y completar así el ciclo de dependencia por el cual se da el conocimiento, pero solamente con la aceptación del desconocimiento del otro, su desconocimiento como sujeto, como ciudadano.
Ese desconocimiento del otro exige violencia para ser instrumentado de manera impositiva, pues el verdadero desconocimiento es el de la identidad y la manera de imponerlo es por medio del miedo.
No podemos olvidar este modelo colonialista impositivo llamado por Boaventura de conocimiento – desconocimiento y los estragos que produjo en toda América y en África con la imposición de los modelos sociales, religiosos y jurídicos europeos sin atender la realidad de las poblaciones colonizadas. Hoy en día, aún en la mayoría de los países donde los habitantes originarios no fueron masacrados, se vive la contradicción entre la tradición y la imposición. (En algunos países de África, por ejemplo en Angola, donde estuvimos capacitando mediadores en 2005, se vive esta situación entre el derecho tradicional y el derecho impuesto por los portugueses, que entran en contradicción y generan violencia.)
El ciclo comenzado por la imposición, necesariamente violenta, de un modelo que no respeta la identidad de la comunidad envuelve la represión de lo no reconocido, implementa el miedo como forma de dominación, que termina generando la violencia como reacción a la violencia sufrida.
De esta manera se explica el fracaso de la mayoría de las intervenciones asistencialistas impositivas y desconocedoras de la identidad y de la realidad de la comunidad sobre la que se opera, y la pérdida de resultados una vez que esa acción asistencialista es interrumpida, dejando a los ciudadanos totalmente confusos, huérfanos.
Sentimos miedo frente a la amenaza, frente a aquello que puede acabar con nuestro equilibrio y nuestra integridad. O sea que, tanto en el caso en que desconocemos la condición de sujeto del otro al tomarlo como objeto de una imposición, cuanto al contrario, cuando actuamos asistencialmente porque sentimos piedad por el otro, considerándolo en una situación inferior a la nuestra -pasando a desconsiderarlo como sujeto y a transformarlo en objeto de nuestra acción asistencial- estamos negando el reconocimiento necesario del otro como sujeto, como capaz y como mi semejante.
Solamente liberados de estos dos sentimientos, el miedo y la piedad, en las relaciones con los demás podemos asumir la responsabilidad de la participación. (Estos conceptos están extraídos de la descripción aristotélica de catarsis como la depuración de los sentimientos de miedo y de piedad que liberarían al ciudadano. Este concepto, después tomado por Gramsci, fue aplicado a la toma de consciencia para abandonar la posición “egoístico pasional” individualista.)
No puedo dejar de hacer un paralelismo entre esta situación de una comunidad y la del trabajo de ciertos mediadores que consideran necesario dar (sugerir) soluciones a sus clientes, pues éstos no saben o no piensan adecuadamente.
En ambos casos, con comunidades o con personas singulares, tenemos la otra opción de abordaje, la aproximación por cómo es realmente la comunidad o la persona, por medio del reconocimiento, del respeto (Vezzulla, 2005).
Si realmente queríamos conseguir que los portugueses enfrentaran su realidad, la analizaran y pudiesen a partir de ese análisis buscar las propias soluciones que mejor atendiesen sus problemas; si queríamos que el movimiento de presupuesto participativo consiguiese convocar a los ciudadanos de una determinada comunidad para discutir sus problemas, que éstos encontrasen las prioridades en la necesidad de solución y finalmente elaborasen las soluciones más satisfactorias; si queríamos que los presos de la cárcel de Hermosillo pudiesen movilizar a sus compañeros para discutir sus problemas y ellos mismos encontrar soluciones e implementarlas para poder tener una mejor calidad de vida; si queríamos conseguir esos resultados no podíamos abordar esas comunidades con los conceptos de modelos con modos impositivos y mucho menos contar con líderes partidarios o mesiánicos.
Estos objetivos de respeto y de reconocimiento que deseamos implementar en nuestro trabajo con comunidades parten de los mismos principios con que un mediador trabaja con personas envueltas en conflictos singulares.
Abordaje de un mediador para una comunidad participativa
En un primer momento, usamos para este mediador el nombre de animador social, siguiendo la denominación portuguesa, considerando que ellos debían “animar”, incentivar a los miembros de una comunidad a participar y a asumir sus propios problemas. Pero el significado distorsionado que la palabra animador recibía, fundamentalmente en Brasil, como presentador de programas televisivos o promotor de fiestas y de diversión, me llevó a usar directamente el nombre de mediador para una comunidad participativa.
La primera cuestión a ser pensada es con que objetivo nos acercamos a una comunidad. Los modelos asistencialistas están tan incorporados en todos nosotros que nuestra aproximación con el objetivo de ayudar ya conlleva la diferenciación entre ellos que necesitan y yo que no necesito.
Esa diferenciación promueve un distanciamiento que inhibe el real conocimiento de la realidad de una comunidad.
La única aproximación posible es la de partir del respeto por una identidad que desconocemos. Yo no sé quiénes son ellos, yo no sé cómo son ellos. A partir de esta actitud respetuosa sólo nos queda observar, observar atentamente para descubrir cómo son, sin comparaciones ni juicios.
Aquí debemos hacer una diferenciación entre observar, que es simplemente registrar lo que nuestros sentidos nos informan, e interpretar, conclusión posterior a la observación que nos lleva a dar sentido, intenciones, objetivos y razones a lo observado.
Si realmente queremos saber cómo es o cómo son, debemos observar sin interpretar, dejando para un segundo momento que el trabajo de interpretación sea hecho por ellos mismos.
Esta tarea es semejante a la de diagnosticar. Una cosa es captar, observar una serie de hechos, de información recibida, otra es construir en base a ellos un diagnóstico.
Sabemos que la gran diferencia del mediador respecto a los otros profesionales es precisamente que aquél no busca diagnosticar, sino conseguir que los clientes se escuchen y que a partir de esa escucha y de esa toma de consciencia puedan realizar su diagnóstico, su reflexión sobre el estado de las cosas. Lo mismo debe hacer el mediador al aproximarse a una comunidad, observar, observar y observar para que la comunidad pueda diagnosticarse según sus propios criterios de realidad. (Estos conceptos están extraídos de la descripción aristotélica de catarsis como la depuración de los sentimientos de miedo y de piedad que liberarían al ciudadano. Este concepto, después tomado por Gramsci, fue aplicado a la toma de consciencia para abandonar la posición “egoístico pasional” individualista.)
Es éste el mayor de los respetos, aceptar la elaboración de la información realizada por ellos según sus propios parámetros. Reconocer, aceptando esa elaboración sin dar intervención a nuestros pensamientos, nuestra ideología y nuestros parámetros.
A partir de esa respetuosa aproximación es que podremos facilitar la integración de todos, pues al sentirse respetados es que consiguen participar, incluirse en las discusiones, expresar sus pensamientos y necesidades.
Veamos qué diferente resulta la aproximación cuando es realizada por medio de un modelo que excluye a todos los que no lo aceptan o que no se sienten identificados con él y, que al ser excluidos, encuentran en la violencia el único camino de expresión.
La inclusión, además de favorecer la participación, desarrolla la responsabilidad. Solamente nos sentimos responsables de aquello que es decidido por nosotros. Si ejecutamos lo decidido por otros, la responsabilidad queda a cargo de quien decidió.
Al ser respetados, respetamos. Al ser reconocidos, reconocemos. Reconocimiento y respeto son la base de la cooperación. La igualdad en las diferencias y el respeto a las necesidades y los derechos de todos es la cooperación.
Mayores dificultades
No solamente por nuestras experiencias sino también por la de otros, sabemos que la peor de las dificultades, trátese de Portugal, de Brasil o de México, es conseguir la participación de los ciudadanos en las discusiones sobre la propia comunidad de la que forman parte.
¿Cómo convocarlos? Cansados de ser usados por los políticos, los religiosos, los líderes (bien o mal intencionados) que sólo los quieren como objetos de sus objetivos, como número de seguidores, los ciudadanos están hartos de escuchar. Desean hablar, expresarse, ser oídos.
La acción
La escucha (observación) del mediador, exenta de todo comentario, va creando un cambio, una modificación. Sin promesas ni propuestas, sin planes y sin crear expectativas, alentando a hablar por medio de intervenciones puntuales -a veces resúmenes-_sobre lo que han dicho, resaltando la visión presentada por cada uno de ellos sobre los problemas de la comunidad y la forma de enfrentarlos –lo que propicia que cada persona se sienta cada vez más capaz de atender sus necesidades y de buscar soluciones por sí misma-, y de esta manera es posible conseguir que la ideología derrotista ceda a cada nueva capacidad que va reconociéndose.
Este reconocimiento hecho por la atención y el respeto con que son escuchados les permite desarrollar las habilidades que tienen para enfrentar responsablemente las dificultades.
A partir de este trabajo individual, el mediador realiza la convocatoria a una reunión, ejerciendo la coordinación de esa reunión para que todos puedan hablar, escucharse y finalmente construir una agenda de problemas y de diferentes opciones de solución. Cada nuevo paso los va confirmando en su capacidad de ejercer la autonomía y de resolver lo que los aqueja.
En México, el poco tiempo con el que contábamos nos permitió sólo trabajar con un grupo de aproximadamente sesenta internos, escuchándolos y promoviendo la expresión de sus dificultades. Fueron conducidos a que analizaran las dificultades que ellos mismos ponían a la realización de este trabajo de convocatoria en la prisión, y generalmente eran manifestaciones de incapacidad, de limitación y de impotencia.
Como respuesta a mis preguntas, ellos mismos fueron reconociendo que las limitaciones (fundamentalmente la falta de libertad y de libre movilidad) no les cortaba la capacidad de trabajar sus problemas y sus necesidades. A partir de las propias circunstancias podían crear acciones que les proporcionase una mejor calidad de vida, dándoles solución a los problemas cotidianos.
Si algunos de ellos habían sido capaces de formarse como mediadores y de crear un servicio de mediación entre pares, ¿cómo no iban a poder trabajar en el tratamiento de los problemas de la comunidad aunque no llegaran al servicio de mediación?, ¿cómo no iban a poder convocar, escuchar y animar a sus compañeros para que participativa y responsablemente expusiesen esos problemas y les buscasen soluciones?
Conclusiones
Partiendo de tres realidades diferentes y contando con una base teórica capaz de permitirnos operar seguros de que nuestras acciones respondían a una coherencia entre teoría y práctica, conseguimos alcanzar el verdadero objetivo de la mediación, el de llevar a los ciudadanos la emancipación que conlleva la capacidad de enfrentar y resolver los propios conflictos personales y comunitarios por medio de la participación, la responsabilidad, la cooperación y el respeto.
En síntesis, espero no solamente haber podido presentar unas experiencias que con certeza poco contribuyen a lo ya realizado en la práctica por muchos de nuestros colegas especializados en comunidades, sino que me gustaría haber motivado a los mediadores a que, sea donde sea que realicen su trabajo, no se queden exclusivamente ligados a él sin el cuestionamiento, sin la búsqueda de los correlatos teóricos que sostienen esa práctica y los resultados obtenidos con ella.
Podemos encontrar en el Derecho, en la Psicología, en la Sociología, en la Filosofía, en las Ciencias de la Comunicación y en otras ciencias las bases teóricas que den sentido y orientación a nuestra práctica. Pensar nuestra teoría y nuestro accionar desde todos los terrenos científicos posibles conseguirá consagrar a la mediación como el procedimiento que instaure definitivamente su filosofía como un modo de vida, que atienda a la dignidad de las personas y que influencie a todos los sectores de la sociedad.
Conseguir, en definitiva, que el pensamiento hegemónico no le abra solamente un espacio aparente para después usarla a su servicio, sino que se instituya como paradigma del derecho emancipador y de una realidad social más justa, más armónica, más humana.
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